Alma detrás del muro
«La ciudad es el lugar de la memoria colectiva».
Aldo Rossi, La arquitectura de la ciudad (1966).
Hay una escena que se repite en demasiadas ciudades: una fachada apuntalada por un armazón de hierro, vaciada por dentro, mientras el ruido de las excavadoras borra lo que fue un hogar, oficio o tiempo. La imagen parece heroica —esa pared solitaria de ladrillos resistiendo entre la ruina— pero en realidad encierra una triste paradoja: aquella en la que se protege la piel y se sacrifica el cuerpo. Aquella en la que se salva la memoria para vaciarla de contenido.
Nunca entenderé esa idea de proteger un edificio solo por su fachada. No porque la conservación sea inútil, sino porque lo que se conserva deja de tener vida. Convertimos la arquitectura en un decorado, la historia en un telón de fondo para nuevas operaciones inmobiliarias. Es el triunfo de la escenografía sobre la coherencia, de la nostalgia sobre la memoria. El resultado son barrios que parecen auténticos pero que ya no lo son. Fachadas neomudéjares o modernistas, como máscaras de un teatro urbano donde detrás solo queda hormigón y aire acondicionado. Edificios que miran hacia la calle como si aún pertenecieran al pasado, pero que por dentro ya son otra cosa, ajena y aséptica.
No trato de oponerme a la restauración ni a la actualización técnica de los edificios. Las estructuras de madera, los muros sin aislamiento o los forjados de hace un siglo no pueden resistir las exigencias contemporáneas de confort, seguridad o eficiencia energética. La arquitectura, como todo organismo, necesita adaptarse si quiere seguir viva. El problema está en confundir restaurar con vaciar. En pensar que conservar una fachada basta para mantener un patrimonio. En realidad, lo que se mantiene no es el edificio, sino su efigie. Y eso es tan perverso como reconstruir una ruina romana con plástico: parece auténtica, pero ya no lo es.

La operación suele justificarse en nombre del progreso o de la rentabilidad. Detrás de cada fachada apuntalada hay un promotor calculando metros cuadrados, terrazas añadidas y áticos con vistas. Lo que se presenta como una «obra de protección» es en realidad una operación especulativa con disfraz patrimonial donde la memoria se convierte en argumento comercial.
Las ciudades son organismos de capas: debajo del asfalto hay una arqueología de gestos y cada edificio forma parte de esa biografía colectiva. Cuando se vacía un inmueble y se deja solo su piel, se interrumpe ese relato, se sustituye la continuidad por una recreación artificial. Es el equivalente urbano de un museo de cera, algo que imita la vida, pero no la contiene.
Quizá por eso nuestras calles empiezan a parecer parques temáticos: cafés vintage donde nada es antiguo, fachadas restauradas que esconden apartamentos turísticos o «mercados tradicionales» que venden souvenirs de su propia imagen. Porque ya no vivimos la ciudad, ahora la representamos. Y en esa representación, la arquitectura pierde su condición de refugio para convertirse en fondo de pantalla. Se nos pide habitar escenarios, no espacios.
Una ciudad coherente no es la que conserva todas sus piedras, sino la que mantiene sentido entre ellas. La autenticidad no está en lo viejo por sí mismo, sino en la relación entre pasado y presente. Si un edificio de 1900 puede rehabilitarse respetando su lógica estructural, su escala y su espíritu, entonces sí hay continuidad. Pero si lo único que se preserva es la fachada, el resultado es una especie de Frankenstein urbano, un cadáver reanimado con prótesis de lujo. La coherencia arquitectónica no se mide por el grosor del aislamiento ni por la fachada protegida, sino por la honestidad del conjunto. Y esa honestidad es lo que más escasea en las ciudades contemporáneas, porque casi todo parece estar hecho para la foto.
Quizá algún día comprendamos que proteger no es congelar, que la memoria necesita aire, uso y coherencia. No se trata de oponerse al cambio, sino de evitar que el cambio borre el sentido. Porque una ciudad se construye con materiales, pero también con vínculos. Y cuando esos vínculos se sustituyen por decorados, lo que perdemos no es un edificio, es la posibilidad de reconocernos en él.
Si seguimos vaciando las casas para quedarnos solo con la fachada, acabaremos viviendo dentro de un esqueleto de cartón piedra. Una nostalgia hueca donde ya no queda nadie detrás del telón.
